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La investigación del caso Koldo, mediáticamente bautizado así y cuya estructura operativa presenta conexiones con las tramas del llamado macrocaso Delorme, («caso mascarillas» y otras derivadas), arrancó con los audios que implicaban al exministro José Luis Ábalos, a su antiguo asesor Koldo García y al entonces número tres socialista, Santos Cerdán. La UCO describió pagos de hasta 620.000 euros (y otros 450.000 pendientes), ligados a contratos públicos y constructoras de primer nivel.
Pero el escándalo dejó de ser “solo cosa del PSOE” cuando salieron a la luz grabaciones en las que Miguel Tellado —mano derecha de Feijóo— ofrecía a Koldo “beneficios judiciales y un puesto de trabajo” si entregaba material contra los socialistas. Al mismo tiempo, la UCO confirmó que está revisando decenas de audios en los que figuran políticos del PP y del PSOE, además de empresarios adjudicatarios. Resultado: un caso que comenzó con tres nombres del PSOE se ensancha ahora hacia la bancada popular y apunta a una trama transversal que enlaza partidos y grandes contratistas, reavivando el recuerdo de “M. Rajoy” en la Gürtel. Este telón de fondo es el que da paso al artículo que sigue, donde se examina —sin colores partidistas— la responsabilidad política, empresarial y penal que emerge de este nuevo terremoto de corrupción.
Corrupción sin excusas: entre partidos, empresas y leyes que llegan tarde
El caso Koldo no solo ha expuesto a personas concretas implicadas en corrupción, sino que ha abierto un debate más profundo sobre las complicidades estructurales entre poder político, adjudicaciones públicas y grandes empresas. La pregunta ya no es quién cometió el delito, sino por qué el sistema sigue permitiéndolo con tanta facilidad.
Una red transversal:
Los partidos políticos intentan mantener la tesis de que la corrupción es un fenómeno individual. Pero los datos erosionan esa narrativa. En el PSOE, las investigaciones salpican a Ábalos y Cerdán; en el PP, aparecen Miguel Tellado y Jacobo Pombo, junto con la enigmática referencia a un “Alberto”, mencionada en un auto del juez Ismael Moreno Chamarro (Juzgado Central de Instrucción n.º 2 de la Audiencia Nacional), revelado a través de una filtración judicial por diversos medios de comunicación.
Es crucial señalar que, a día de hoy, ni el PSOE ni el PP como organizaciones están formalmente imputados en la causa; la responsabilidad penal recae sobre individuos concretos.
Sin embargo, esta distinción jurídica no exime de la responsabilidad política. Igual que sucedió con “M. Rajoy”, ambos partidos insisten en separar las siglas de la culpa, aun cuando los implicados han ocupado posiciones claves en la maquinaria partidista. Esta estrategia, acompañada de una demonización mutua en el debate público, obvia el problema de fondo: si la política no vigila sus propios procesos de control, deja el espacio libre para que el delito florezca en su seno, independientemente de que la investigación judicial acabe, o no, señalando al partido como institución.
Las empresas: actores silenciosos o engranajes clave
Mientras la opinión pública observa a los políticos, el foco comienza a girar hacia los corruptores. La investigación atribuye a Acciona pagos que superarían el millón de euros a cambio de obras en Adif y otros contratos bajo mandato de Ábalos; la empresa lo niega y ha abierto una pesquisa interna, despidiendo a directivos señalados. No es un caso aislado, sino parte de un patrón bien conocido.
¿Qué falla en la responsabilidad penal empresarial?
Desde 2010, las empresas pueden ser condenadas en España (art. 31 bis CP). Sin embargo, la ley se ha revelado insuficiente. Su principal debilidad reside en que la carga probatoria recae casi por completo en la Fiscalía, que debe demostrar un «defecto de organización» o la ausencia de controles. Esto facilita la impunidad cuando la corrupción se disfraza de “error individual” y el programa de cumplimiento es un mero documento formal sin aplicación real.
Para que la ley sea una herramienta verdaderamente disuasoria, las reformas que ahora retoman fuerza deben ser técnicamente impecables y constitucionalmente sólidas:
Hacia una carga probatoria equilibrada: La petición de «invertir la carga de la prueba» choca con la presunción de inocencia. La solución jurídicamente viable es establecer una presunción iuris tantum (que admite prueba en contrario) de defecto organizativo. Así, una vez acreditado el delito en beneficio de la empresa, sería esta la que tendría que demostrar activamente que su modelo de prevención era idóneo, eficaz y estaba dotado de recursos, transformando el cumplimiento de un escudo de papel en una obligación demostrable.
Veto a la contratación pública, garantista pero implacable: La propuesta de un «veto inmediato y permanente» para empresas investigadas es jurídicamente inviable por desproporcionada. La reforma debe contemplar una prohibición automática de contratar con la administración como medida cautelar desde el auto de apertura de juicio oral, una fase procesal con indicios más sólidos. La sanción final debería consistir en una prohibición de larga duración (10-15 años), solo revisable ante una colaboración excepcional con la justicia.
Multas que se duelan en la cuenta de resultados: El sistema actual es ineficaz. La reforma debe adoptar el modelo del Derecho de la Competencia europeo y fijar multas calculadas como un porcentaje significativo del volumen de negocio global anual de la empresa. Solo así la sanción dejará de ser un «coste operativo» asumible para convertirse en un elemento disuasorio real.
Fortalecimiento de los mecanismos de control: Es imprescindible ir más allá de la mera existencia de canales de denuncia. Se necesita una transposición valiente de la Directiva Europea de Denuncia de irregularidades que proteja de forma absoluta al denunciante. Y, de forma paralela, regular por ley la autonomía, recursos y protección del Oficial de Cumplimiento, para que no sea una figura decorativa, y dotar de eficacia a la responsabilidad solidaria de grupos y filiales, impidiendo que la matriz se esconda tras una sociedad instrumental.
El silencio como cómplice: partidos, patronales y reformas que no llegan
La vicepresidenta Yolanda Díaz reclama vetos automáticos a empresas corruptas y el fin de los aforamientos. Mientras tanto, PSOE y PP se limitan a deslindar responsabilidades personales. Desde la CEOE, Antonio Garamendi insiste en que “no se criminalice al empresariado” y culpa en exclusiva al poder político, obviando que sin corruptores no hay corrupción.
Esta posición, que pretende eximir a las grandes empresas de cualquier responsabilidad, contrasta con las pruebas que apuntan a la implicación de grandes grupos empresariales en tramas de adjudicaciones irregulares. El resultado es un silencio cómplice: mientras los partidos y la patronal se acusan mutuamente, las reformas que podrían atajar el problema siguen pendientes.
La realidad es que la corrupción no se entiende sin la complicidad de todos los actores implicados: políticos, partidos y empresas. Eludir la responsabilidad colectiva solo perpetúa la impunidad y la sensación de que el sistema funciona como un simulacro.
El sistema o simulacro
La corrupción se sostiene gracias a un ecosistema donde empresas con poder de presión y partidos con controles laxos se encuentran en los intersticios de la contratación pública. Si el caso Koldo no quiere engrosar la lista de escándalos olvidados, hacen falta:
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Reformas penales y administrativas inmediatas.
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Transparencia radical en todas las adjudicaciones.
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Compromiso político real para aislar la financiación opaca.
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Ciudadanía vigilante que no se conforme con dimisiones cosméticas.
Separar al corrupto de su partido o al empleado de su empresa ya no basta: si el entorno permite la corrupción y no reacciona, el entorno también es culpable.