Por Antonio Tejeda Encinas.
Jurista, analista institucional y presidente de PCDD–Global: Participación Ciudadana en Defensa de los Derechos Fundamentales, la Democracia y los Derechos Digitales. Especialista en fiscalización pública, gobernanza democrática y control del gasto.
Este artículo se articula como una continuación crítica del análisis previo sobre el caso Fundescan, no solo para profundizar en sus implicaciones jurídicas, sino para ampliar la mirada hacia el contexto estructural que permite que episodios como ése ocurran y se cierren sin consecuencias penales. Lo que en Fundescan se manifestó como una disfunción puntual —una absolución tras la devolución parcial de fondos públicos—, en realidad forma parte de un patrón más amplio de descontrol institucional, burocracia ineficaz y falta de mecanismos eficaces de rendición de cuentas en la gestión de las subvenciones públicas en España.
Desde PCDD–Global, este trabajo examina de forma crítica y jurídicamente fundamentada las carencias estructurales del sistema de control del gasto público: la debilidad de los controles previos y posteriores, la ausencia de sanciones disuasorias, la disociación entre el derecho administrativo y penal, y el silencioso deterioro del principio de legalidad. Más allá de casos individuales, lo que se denuncia aquí es la existencia de una arquitectura institucional permisiva, donde el dinero público se disuelve por los intersticios del sistema sin que nadie asuma responsabilidad real.
Fallas estructurales en el control y fiscalización de las subvenciones públicas en España
Introducción
El sistema de subvenciones públicas en España adolece de fallas estructurales que permiten en ocasiones la pérdida o el uso indebido de fondos públicos sin consecuencias reales. Diversos informes de Órganos de control han evidenciado que los mecanismos administrativos de supervisión son débiles, la transparencia es insuficiente y la burocracia resulta ineficiente para prevenir irregularidades. Estas deficiencias, unidas a la escasa cultura sancionadora y la frecuente impunidad penal, crean un caldo de cultivo donde las subvenciones pueden desviarse de sus fines públicos sin que los responsables rindan cuentas efectivas. El resultado es un menoscabo en la eficacia del Estado de Derecho, vulnerando principios esenciales como la legalidad, la eficiencia del gasto público y la confianza de la ciudadanía en las instituciones.
Deficiencias del sistema de subvenciones y su fiscalización
La Ley 38/2003, General de Subvenciones (LGS) establece un marco jurídico para la gestión, justificación y control de las ayudas públicas, previendo obligaciones de los beneficiarios, reintegros e incluso sanciones administrativas y penales en caso de incumplimiento. Sin embargo, en la práctica el modelo de control vigente es claramente insuficiente. Los procedimientos de fiscalización se concentran en aspectos formales y legales, sin profundizar en la eficacia real de las ayudas. De hecho, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) ha señalado que la supervisión actual “no va más allá de un control legal y contable”, limitándose a comprobar si el gasto cumple la legalidad y si se alcanzó un número determinado de beneficiarios, sin evaluar resultados ni eficiencia. La Intervención General de la Administración del Estado (IGAE) y el Tribunal de Cuentas, principales Entes de control interno y externo respectivamente, enfocan su fiscalización en el cumplimiento formal de la normativa y en verificar si se gastó el dinero, pero no analizan si la subvención logró el fin público previsto de forma eficaz. En consecuencia, suele darse por cumplido el expediente con la mera justificación formal del gasto, aunque la ayuda no haya generado el impacto esperado.
Además, faltan controles previos robustos antes de conceder los fondos. Muchas subvenciones se otorgan de forma nominativa o directa (a “dedo”), exentas de concurrencia competitiva y a veces incluso de fiscalización previa exhaustiva. Desde 1996, la normativa ha permitido la fiscalización limitada previa e incluso la exención de control previo en subvenciones nominativas, confiando el control a una fase posterior que muchas veces resulta tardía o incompleta. Este relajamiento del control ex ante implica que los fondos pueden entregarse sin un escrutinio detallado inicial, quedando cualquier revisión para después de ejecutado el gasto. Los planes estratégicos que debieran guiar la concesión de ayudas suelen ser meros trámites burocráticos: según AIReF, su valor es “casi nulo” en muchos casos, al carecer de responsables claros y de alineación entre administraciones. La consecuencia de estas carencias es un sistema disperso y poco exigente, en el que ni la Administración central ni muchas autonómicas evalúan rigurosamente a priori la necesidad, la oportunidad o los riesgos de las subvenciones que otorgan.
Falta de transparencia y rendición de cuentas
Otra falla crítica es la escasa transparencia y rendición de cuentas en el ciclo de vida de las subvenciones. La Base de Datos Nacional de Subvenciones (BDNS) fue creada para centralizar la información, pero en la práctica ha estado incompleta y poco útil para el seguimiento. El Tribunal de Cuentas detectó que incluso obligaciones básicas de publicidad no se cumplen: en una fiscalización, halló que el Ministerio del Interior no había incluido en la BDNS toda la información exigida por la ley sobre sus subvenciones, dificultando el escrutinio público. AIReF, por su parte, denuncia una “falta de transparencia” general en todos los procesos de gestión de ayudas. Existe falta de trazabilidad: actualmente es imposible recorrer el camino del dinero desde que sale de la Administración hasta que llega al beneficiario final, lo que impide detectar duplicidades o solapamientos de ayudas. En otras palabras, el sistema no ofrece información clara sobre quién recibe cuánto, con qué objetivos y qué resultados se obtienen, erosionando la rendición de cuentas.
La opacidad se agrava en el caso de las subvenciones de concesión directa decididas al margen de concurrencia competitiva. Aunque legalmente se reservan para casos excepcionales de interés público o social, en la práctica su uso es amplio. Organizaciones de la sociedad civil han documentado subvenciones concedidas “a dedo” sin transparencia suficiente en sus criterios. La ausencia de publicidad y la discrecionalidad en estos casos dificultan el control ciudadano y generan sospechas de arbitrariedad. Sin datos abiertos ni evaluaciones públicas de resultados, la ciudadanía y los órganos de control carecen de herramientas para fiscalizar si el dinero público cumplió su cometido. Esta falta de rendición de cuentas contraviene las exigencias de buena gestión pública e impide depurar responsabilidades cuando las subvenciones fallan en alcanzar sus objetivos.
Burocracia ineficiente y controles administrativos débiles
Paradójicamente, el sistema de subvenciones combina mucha burocracia con poco control efectivo. Los procedimientos administrativos para solicitar, conceder y justificar ayudas son complejos y engorrosos, generando cargas importantes tanto para la Administración como para los beneficiarios. Sin embargo, esa burocracia no se traduce en un filtrado eficaz de irregularidades ni en un aseguramiento de la eficacia del gasto. La AIReF destaca la necesidad de simplificar trámites y requisitos de justificación, que en ocasiones imponen cargas administrativas excesivas sin mejorar el control. Es decir, se exige a veces un papeleo prolijo a los beneficiarios honestos, mientras que los infractores encuentran resquicios para burlar el sistema. Un ejemplo de ineficiencia administrativa lo aportó el Tribunal de Cuentas: en su fiscalización de ayudas de emergencia, observó que estas se resolvieron con un retraso medio de siete meses, excediendo el límite legal de seis meses para ayudas urgentes. La lentitud burocrática impidió que los fondos llegaran a tiempo a los afectados, mostrando cómo el aparato administrativo puede fallar tanto en controlar como en ejecutar con diligencia.
Asimismo, los controles posteriores resultan débiles o tardíos. Muchas subvenciones se fiscalizan solo a posteriori mediante auditorías parciales. Por ejemplo, en el ámbito local, el nuevo Reglamento de Control Interno de 2017 busca que al menos el 80% del presupuesto se revise mediante control financiero anual, pero en la práctica los interventores deben recurrir a muestreos y criterios selectivos por falta de medios para una revisión exhaustiva. Cuando se detectan anomalías en la justificación de las ayudas, a menudo ya han pasado años desde la concesión, dificultando la recuperación del dinero o la sanción al infractor. Casos auditados revelan deficiencias comunes: justificantes de gasto ausentes o inválidos, facturas infladas o con conceptos no subvencionables, fraccionamiento ilegal de contratos asociados, etc.. Sin embargo, esos hallazgos rara vez se traducen en acciones concretas. En un informe, el Tribunal de Cuentas detectó que el Ministerio del Interior “troceó” contratos para eludir la publicidad y concurrencia, adjudicando dos contratos menores en lugar de uno grande –una práctica abiertamente ilegal– y, pese a ello, “no se plantean sanciones”, quedando todo en meras recomendaciones. Este ejemplo evidencia cómo la respuesta administrativa ante infracciones es habitualmente débil, limitándose a advertencias a posteriori que los gestores pueden ignorar sin mayores consecuencias.
La falta de coordinación administrativa es otro factor de ineficacia. Las subvenciones implican a múltiples niveles de gobierno (Estado, Comunidades Autónomas, entes locales) que no siempre actúan de forma sincronizada. AIReF señala que existen en teoría conferencias sectoriales para coordinar ayudas, pero muchas apenas se reúnen y se limitan a repartir fondos con criterios obsoletos o desconocidos. Por ejemplo, en la Conferencia Sectorial de Vivienda los criterios de reparto datan de 1992 y nunca se han revisado. Esta situación refleja rigideces burocráticas que impiden adaptar las subvenciones a la realidad actual, perpetuando ineficiencias. En suma, el aparato administrativo de control de subvenciones en España muestra un desequilibrio preocupante: mucha normativa y trámites formales, pero poca eficacia real para garantizar que cada euro público entregado se use debidamente en el fin para el que fue otorgado.
Cultura de impunidad y ausencia de sanciones efectivas
Quizá la falla más grave del sistema es la falta de consecuencias reales para el mal uso de las subvenciones, lo que genera una preocupante sensación de impunidad. Aunque la legislación prevé mecanismos de reintegro (devolución de lo indebidamente percibido) y sanciones administrativas e incluso penales, en la práctica rara vez se aplican con rigor. La AIReF ha advertido que “no existe una cultura sancionadora” en materia de subvenciones equiparable a la del ámbito tributario. Mientras que Hacienda persigue con celo el fraude fiscal, ejecutando sanciones e intereses de demora, en las subvenciones los expedientes sancionadores suelen caducar y “las multas nunca llegan a cobrarse”. Las propias administraciones, en ocasiones, muestran escaso interés en reclamar los fondos o castigar a los infractores, especialmente cuando se trata de entes ligados a ellas (por ejemplo, fundaciones, sindicatos o empresas colaboradoras). La consecuencia es clara: numerosos beneficiarios que no cumplen con las condiciones de la ayuda logran eludir repercusiones, más allá de la eventual obligación de reintegrar parte de lo recibido si el problema se detecta a tiempo.
En el ámbito penal, el delito de fraude de subvenciones (art. 308 del Código Penal) está diseñado para castigar las obtenciones o usos fraudulentos de ayudas públicas, pero sus requisitos limitan mucho su aplicación. Solo se configura delito si la cuantía defraudada excede cierta cantidad significativa (100.000 euros, o 120.000 euros en periodos pasados), y exige probar dolo o engaño suficiente. Esto deja fuera multitud de irregularidades de menor cuantía o difíciles de probar como fraude intencional. Incluso en casos de gran envergadura, las dilaciones y complejidades procesales pueden frustrar la sanción penal. Un ejemplo paradigmático es el caso Fundescan en Canarias: Entre 2006 y 2009, una fundación vinculada al sindicato UGT desvió presuntamente fondos de subvenciones para cursos de formación. Tras 15 años de instrucción judicial, el proceso terminó hace unos días con la absolución de todos los acusados, a pesar de que los indicios apuntaban a un uso indebido de 1,7 millones de euros. En el último día de juicio, la propia Administración autonómica retiró los cargos tras llegar a un acuerdo extrajudicial en el que el sindicato devolvió 430.000 euros al erario canario. El tribunal reconoció en la sentencia que apreciaba “prácticas ilícitas” y que la subvención defraudada superó el umbral objetivo de punibilidad, pero alegó un “vacío probatorio” sobre la autoría concreta de los hechos. En suma, un importante volumen de dinero público quedó fuera de control efectivo y nadie resultó penalmente responsable, enviando el mensaje de que devolver parte del dinero —o que transcurra el tiempo— basta para evitar la cárcel.
Situaciones similares se han repetido en otras comunidades. En Andalucía, las investigaciones masivas por el fraude de los cursos de formación (el llamado caso EDU) dieron lugar a decenas de piezas separadas, con cientos de investigados. No obstante, muchas de esas causas acabaron archivadas por falta de pruebas concluyentes, a pesar de encontrarse graves irregularidades en la gestión de las subvenciones de empleo. Por ejemplo, un juzgado de Sevilla sobreseyó la pieza relativa a un consorcio de formación al constatar deficiencias en la justificación de unos 6,6 millones de euros, pero “sin indicios racionales de criminalidad” suficientes para procesar a los responsables. El auto reconocía que la documentación presentaba irregularidades, pero aun así se dieron por válidas las justificaciones y no se pudo establecer delito. Estas decisiones transmiten que, salvo en casos excepcionales de fraude sistemático y probado (como el reciente caso de los ERE andaluces o el de los falsos certificados de UGT-Andalucía, en los que sí hubo condenas penales ejemplares), lo habitual es que el desvío de subvenciones quede impune. En muchos expedientes, el peor escenario para el infractor es tener que reintegrar voluntariamente los fondos mal usados, sin sanción adicional, lo cual difícilmente disuade conductas oportunistas.
Incluso en sede contable, las consecuencias son limitadas. El Tribunal de Cuentas tiene potestad para exigir responsabilidades contables (juicios de cuentas) cuando un gestor público causa un perjuicio económico al erario, obligándole a resarcir los fondos detraídos. Sin embargo, en materia de subvenciones pocas veces activa estos procedimientos, dado que suele primar la recuperación del dinero vía reintegro administrativo antes que la declaración formal de alcance contable. Además, si los hechos prescriben o si el gestor alega que el destino alternativo del dinero también fue público, es difícil cuantificar un quebranto patrimonial punible. En definitiva, la falta de sanciones efectivas –administrativas, contables o penales– ha generado una preocupante zona de impunidad en torno a las subvenciones. Esta realidad erosiona el principio de legalidad, pues las normas pierden eficacia disuasoria si su incumplimiento no acarrea castigo.
Informes de órganos fiscalizadores: diagnóstico de las malas prácticas
Las deficiencias mencionadas no son simples percepciones, sino que están ampliamente documentadas por organismos fiscalizadores. En informes sucesivos del Tribunal de Cuentas, de la IGAE y de la AIReF afloran patrones reiterados de mala gestión de subvenciones y recomendaciones que con frecuencia se repiten año tras año por no ser atendidas. A continuación, se sintetizan algunos hallazgos clave:
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Ausencia de evaluación de resultados: La AIReF concluyó en 2019 que las Administraciones públicas españolas carecen de mecanismos para evaluar la eficacia y eficiencia de los fondos subvencionados. Se concede un volumen cercano a 14.000 millones de euros anuales en subvenciones que formalmente “cumplen con la legalidad exigible, pero no están sujetos a rendición de cuentas sobre los resultados” ni a efectivas devoluciones y sanciones en caso de mal uso. Esto implica que, una vez verificado el cumplimiento legal mínimo, no se exige responsabilidad por el impacto real obtenido (o no obtenido) con el dinero público.
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Falta de planificación estratégica y coordinación: El Tribunal de Cuentas y AIReF coinciden en señalar la débil planificación de las políticas de subvenciones. Los planes estratégicos, cuando existen, suelen ser listados formales de líneas de ayuda, sin priorización ni análisis serio. AIReF detectó una clara desconexión entre las subvenciones y las políticas públicas: no hay alineación con planes sectoriales ni con la programación presupuestaria, lo que provoca que las subvenciones tengan “una escasa relación” con los objetivos originales. Asimismo, se observó descoordinación entre niveles de gobierno: criterios dispares entre administraciones y conferencias sectoriales inoperantes que solo reparten fondos de forma centralista. Esta fragmentación facilita duplicidades, inequidades territoriales y dificulta el seguimiento global del dinero distribuido.
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Deficiencias en justificación y control financiero: Numerosos informes de fiscalización (por ejemplo, en ministerios como Interior, o en ayudas de cooperación e inmigración) han hallado carencias en la documentación justificativa y en el control posterior. Falta verificar adecuadamente que el beneficiario gastó el dinero en aquello para lo que se le otorgó. En el caso de Interior 2012, el Tribunal de Cuentas constató “graves carencias en la evaluación” de las ayudas, traducidas en falta de control de la eficiencia de las subvenciones. De hecho, Interior consideró justificadas ayudas con deficiencias, y no estableció indicadores para medir si el reparto fue eficiente, algo que el órgano fiscalizador reprochó expresamente. En varias auditorías se repiten hallazgos como subvenciones justificadas con facturas de gastos no subvencionables, ausencia de comprobantes de pago, o proyectos que incumplen parcialmente las condiciones sin que se reclame el dinero. Esta falta de rigor en la fase de control financiero posterior invita a malas prácticas, pues los beneficiarios conocen que difícilmente se les exigirá responsabilidad mientras presenten algún expediente justificativo, aunque su calidad sea cuestionable.
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Opacidad y falta de información consolidada: Los órganos de control subrayan la insuficiente transparencia del sistema. AIReF destacó que no es posible determinar el volumen total del gasto en subvenciones con certeza, al no existir una fuente única ni un concepto homogéneo de “subvención”. La BDNS debería ser esa fuente, pero su diseño y alimentación han sido deficientes. El Tribunal de Cuentas encontró datos omitidos o incorrectos en la BDNS en varias fiscalizaciones, evidenciando que no todas las subvenciones otorgadas se reflejan debidamente en el registro público. Además, los indicadores de resultado que publican las entidades concedentes suelen limitarse a cifras de ejecución (número de solicitudes, importes gastados, beneficiarios atendidos) y no informan sobre el impacto real de las ayudas. Esta opacidad impide no solo el control externo, sino también el autoaprendizaje institucional: sin datos ni evaluaciones, las Administraciones no saben qué funciona y qué no, y siguen financiando programas ineficaces.
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Recomendaciones ignoradas y recurrentes: Un denominador común en los informes es que muchas recomendaciones se repiten en el tiempo, lo que indica resistencia al cambio. El Tribunal de Cuentas, tras detallar las irregularidades, suele proponer mejoras normativas o de gestión, pero carece de poder coercitivo para imponerlas. Como señalaba un análisis, los informes del Tribunal concluyen siempre en recomendaciones, que frecuentemente no se cumplen voluntariamente. AIReF ha llegado a proponer reformas legales de mayor calado, como actualizar la Ley General de Subvenciones, ampliando su ámbito (para abarcar cualquier salida de fondos sin contraprestación directa, lo que elevaría el cómputo a cerca de 30.000 millones anuales) y estableciendo sistemas integrados de información y evaluación continua de resultados. También aboga por reforzar la cultura del reintegro y la sanción, de forma análoga a la Agencia Tributaria, para que el beneficiario que incumple se enfrente con certeza a la devolución de la ayuda y a multas disuasorias. Hasta ahora, sin embargo, muchas de estas recomendaciones no han pasado del papel, perpetuándose las deficiencias estructurales.
Impacto en la eficacia del Estado, la legalidad y la confianza institucional
Las consecuencias de estas fallas estructurales trascienden lo meramente administrativo, afectando de lleno a la eficacia del Estado y al principio de legalidad. En primer lugar, un sistema de subvenciones mal controlado mina la efectividad de las políticas públicas: los fondos destinados a promover empleos, formación, innovación, desarrollo regional u otros fines de interés general pueden perderse en gastos improductivos o fraudulentos. Cada euro que no llega a su destino legítimo es una oportunidad perdida para resolver los problemas sociales o económicos que motivaron la ayuda. Esto supone un incumplimiento del fin público encomendado: la subvención deja de cumplir su función de fomento o cohesión, convirtiéndose en un gasto estéril. Tal situación contraviene principios básicos de nuestro ordenamiento, como el artículo 31.2 de la Constitución, que exige que el gasto público se planifique y ejecute con eficiencia y economía en pos de una asignación equitativa de los recursos. Cuando los fondos se malgastan por falta de controles, el Estado falla en su deber de eficiencia, debilitando la eficacia del servicio público y el logro de los objetivos legales trazados.
El principio de legalidad también se resiente gravemente. En un Estado de Derecho, las ayudas públicas deben concederse y ejecutarse conforme a la ley, y cualquier desviación o fraude ha de conllevar responsabilidades. Si las normas —como la obligación de destinar la subvención al fin concedido, o la de reintegrar lo no justificado— quedan en letra muerta, la Administración incurre en dejación de funciones y se genera desigualdad ante la ley. Los infractores que quedan impunes obtienen una ventaja indebida respecto a quienes cumplen escrupulosamente las reglas. Además, la falta de sanción puede interpretarse como tolerancia institucional al abuso, erosionando la cultura de la legalidad. En contraste, una aplicación rigurosa del régimen sancionador y penal reforzaría el imperio de la ley, desalentando conductas ilícitas. La propia AIReF recordó que “la ley exige” del beneficiario un comportamiento orientado a una utilidad social, y que si esto no se cumple “tendría que haber reintegro de la subvención y sanciones”. La ausencia de tal respuesta institucional implica que el ordenamiento jurídico no se hace valer plenamente en el ámbito de las subvenciones, dejando un vacío de responsabilidad incompatible con el buen gobierno.
Por último, pero no menos importante, está el impacto en la confianza institucional y la legitimidad democrática. Los escándalos recurrentes de fondos públicos mal usados sin castigo producen alarma social y alimentan la percepción de corrupción o incompetencia en las Administraciones. Cada caso de subvención fraudulenta que queda sin consecuencia refuerza la desconfianza ciudadana: los contribuyentes pueden sentir que sus impuestos “se pierden” en agujeros negros clientelares o en manos de aprovechados que actúan con impunidad. Esta desconfianza no solo merma la credibilidad de los gestores públicos, sino que puede traducirse en menor colaboración de los ciudadanos con las políticas públicas e incluso en desafección hacia el sistema político. La institucionalización de la transparencia y la rendición de cuentas es esencial para revertir esta situación: solo cuando los ciudadanos vean que el Estado controla eficazmente el destino de cada subvención, corrige las desviaciones y castiga a los defraudadores, podrán recuperar la confianza en que el dinero común se administra en beneficio del interés general. Por el contrario, si prevalece la opacidad y la impunidad, se socava el pacto fiscal entre la sociedad y el Estado, debilitando la legitimidad con la que se recaudan y gastan los recursos públicos.
En síntesis, el sistema español de control y fiscalización de subvenciones públicas presenta deficiencias estructurales profundas. Los mecanismos administrativos débiles, la falta de transparencia, la ineficiencia burocrática y la casi nula reacción sancionadora forman un círculo vicioso que permite la disipación de fondos públicos con escasa o nula accountability. Esta problemática, largamente señalada por órganos como el Tribunal de Cuentas, la IGAE o la AIReF, no es menor: erosiona la eficacia de las políticas públicas, vulnera la legalidad y merma la confianza ciudadana. La evidencia empírica de informes y casos concretos muestra un panorama preocupante donde demasiados recursos públicos se destinan a fines distintos a los aprobados o simplemente no producen el resultado debido, sin que medie una corrección o castigo proporcionado.
Abordar estas fallas exige reformas integrales. Jurídicamente, resulta imprescindible reforzar el marco normativo: actualizar la Ley General de Subvenciones para cerrar resquicios, dotar de verdaderos dientes a los órganos de control y simplificar procedimientos orientándolos a resultados. Administrativamente, se debe implantar una cultura de evaluación y seguimiento continuo de cada programa subvencionado, con indicadores de desempeño y transparencia total de datos, de modo que se detecten a tiempo las desviaciones. Igualmente, es vital instaurar la tolerancia cero con el fraude en subvenciones: agilizar los procedimientos de reintegro, evitar la prescripción de expedientes, y coordinar la vía administrativa, contable y penal para que cualquier uso desleal del dinero público encuentre una respuesta ineludible. Solo mediante un fortalecimiento decidido de los controles y de la rendición de cuentas se podrá garantizar que las subvenciones cumplan su fin social, respetando el principio de legalidad y honrando la confianza depositada por la sociedad en sus instituciones. En última instancia, proteger la integridad de los fondos públicos no es solo una cuestión técnica, sino un imperativo democrático para asegurar que el interés general prevalezca sobre la arbitrariedad y la impunidad.