Technopolitical analyst and Doctor of Law;
Researcher in Algorithmic Governance and Digital Ethics, Europa-Universität Viadrina Frankfurt (Oder).
Researcher in Algorithmic Governance and Digital Ethics, Europa-Universität Viadrina Frankfurt (Oder).
«Lo contrario de la repetición no es el caos: es la libertad»
— André Comte-Sponville
Durante meses se ha penalizado a los estudiantes por usar inteligencia artificial. Como si pensar con herramientas nuevas fuera trampa. Como si el aula pudiera blindarse del siglo XXI.
Ahora, con los pasillos vacíos, es el momento de decidir si el próximo curso seguirá enseñando a obedecer… o si por fin se atreverá a enseñar a pensar.
En una vieja experiencia de laboratorio —narrada por el filósofo francés André Comte-Sponville— se encerraban una abeja y una mosca en botellas distintas, ambas con la abertura libre hacia atrás y una fuente de luz en el fondo cerrado. La abeja, guiada por su instinto hacia la luz, chocaba una y otra vez contra el cristal hasta morir exhausta. La mosca, en cambio, volando al azar, acababa saliendo sin saber cómo.
Lo que parecía un elogio del caos se convierte, en realidad, en una lección sobre el exceso de automatismo: la abeja no muere por ser demasiado racional, sino por ser incapaz de cambiar de estrategia. Es decir, por repetir sin cuestionar.
Esta escena se parece inquietantemente a lo que ocurre hoy con buena parte del sistema educativo cuando intenta enfrentar la irrupción de la inteligencia artificial. Mientras los alumnos comienzan a experimentar con herramientas como ChatGPT, Gemini o Copilot, muchos centros responden repitiendo fórmulas del pasado, retrocediendo a exámenes a mano, restringiendo el uso de ordenadores, penalizando cualquier producción textual que parezca demasiado “elaborada”. Como si prohibiendo la calculadora pudiera detenerse el siglo XXI.
Pero la IA no es una trampa: es una calculadora del lenguaje, una herramienta que llegó para quedarse. No se trata de impedir su uso, sino de enseñar a pensar con ella.
“Estar abiertos al desaprendizaje es imprescindible para que el verdadero aprendizaje tenga lugar”, decía Bertrand Russell. Lo que creemos que sabemos —nuestros hábitos, nuestras creencias educativas, nuestros modelos mentales— puede convertirse en el mayor obstáculo para aprender de nuevo.
En este punto no estamos formando alumnos: estamos fabricando abejas académicas. Les pedimos que sigan la luz del conocimiento sin enseñarles a dudar del cristal. Les damos mapas obsoletos y luego los castigamos cuando intentan usar una brújula.
Aquí cabe otra metáfora crucial, más contemporánea: el mapa y la brújula, recogida por pensadores de la complejidad como Edgar Morin o Gregory Bateson. El mapa es el conocimiento transmitido, estructurado, fijo. La brújula es la capacidad de orientación en un terreno incierto. En un mundo estable, el mapa bastaba. En un mundo cambiante, lo esencial es saber usar la brújula: es decir, pensar, adaptarse, explorar. ¿Y no es acaso eso lo que una IA bien usada puede enseñarnos mejor que mil exámenes repetitivos?
Los docentes que hoy temen perder el control ante la IA tienen razón en una cosa: el sistema no está preparado. Y no es una crítica a su voluntad, a menudo heroica, sino a la falta de visión y recursos de una estructura que les pide resultados del siglo XXI con herramientas del siglo XIX. Se equivocan en el diagnóstico: el problema no es que los alumnos usen IA; el problema es que el sistema no enseña cómo convivir con ella. Intenta suprimir la herramienta en lugar de transformar el aprendizaje.
Y es aquí donde el sistema educativo español, y en buena medida europeo, comienza a mostrar síntomas de una crisis estructural de adaptación. Ni legislación común, ni estrategias compartidas entre centros, ni formación docente suficiente. Cada colegio actúa por instinto, como la abeja. Cada profesor improvisa normas, muchas veces contradictorias. Y cada alumno aprende en secreto lo que debería aprender con orgullo: cómo trabajar en el mundo que vendrá.
“Lo más difícil del mundo no es aceptar nuevas ideas, sino olvidar las antiguas”, decía Keynes. Y Goethe advertía: “Cuidado con lo que aprendes, porque no podrás olvidarlo”. Ambos sabían lo que hoy olvidamos: que aprender mal es más peligroso que no aprender.
No se trata de permitir el uso acrítico que fomenta la pereza, sino de exigir un uso experto que demuestre dominio. El objetivo es que el alumno no entregue lo que la IA le da, sino lo que él ha sido capaz de construir a partir de ello. Se trata de algo mucho más profundo: de repensar qué significa aprender en un mundo donde el conocimiento está al alcance de una conversación con una máquina. Y eso implica transformar métodos, contenidos y objetivos. La habilidad clave del futuro no es tener la respuesta, sino saber formular la pregunta correcta.
CLAVES PARA UNA EDUCACIÓN POST-IA
Del castigo al uso consciente:
No se trata de prohibir la IA ni de temerla, sino de enseñar a convivir con ella. No como una vía rápida para evitar pensar, sino como una herramienta que nos obliga a pensar mejor. Guiar su uso significa ayudar al alumnado a entrenar el criterio, no a esquivar el esfuerzo.
Del examen al proyecto con sentido:
Ya no basta con recitar las causas de la Revolución Francesa. El reto es mayor: ¿serías capaz de construir un diálogo entre un jacobino y un girondino usando datos extraídos con IA, cuestionando sus fuentes y defendiendo una postura propia? Ahí está la verdadera evaluación: en la capacidad de dar forma al pensamiento con ayuda de nuevas herramientas.
De la desconfianza al acompañamiento:
El papel del docente cambia: ya no es quien espera el fallo, sino quien provoca preguntas. Quien acompaña, quien incomoda con intención, quien enseña a moverse con criterio en medio del ruido. Ser mentor en la incertidumbre será más valioso que ser árbitro de lo correcto.
Del mapa cerrado a la brújula propia:
No se trata de seguir rutas prefijadas, sino de enseñar a orientarse. Lo importante ya no es repetir lo sabido, sino atreverse a pensar por cuenta propia. Y ahí, la IA no reemplaza el juicio humano: lo desafía, lo amplifica, lo expone. Por eso, más que respuestas, enseñemos a hacer buenas preguntas.
¿Qué deberíamos saber a estas alturas?
La IA no matará la educación. Pero la educación podría matarse a sí misma si no deja de actuar como una abeja. Lo que necesitamos no es suprimir el caos, sino enseñar a moverse con inteligencia dentro de él. Y eso solo se consigue si formamos mentes abiertas, reflexivas, capaces de desaprender lo aprendido cuando el terreno lo exige.
En definitiva: no eduquemos para que nuestros hijos pasen exámenes. Eduquemos para que puedan vivir en libertad, pensar con herramientas nuevas y cuestionar lo heredado con inteligencia.